Capítulo IV 

 

 La madre

 
 

           Estaban su madre y otras mujeres. Su madre estaba siempre, pero otras mujeres rodeaban igualmente su existencia. También había otros niños. Pero la madre estaba siempre. Los hombres tardaron en estar en el círculo más cercano del cachorro humano.

           Con los de su edad se tocaba, se empujaba, reía, corría y se golpeaba. Pero eran juegos y risas. A veces había dolor y él huía buscando a su madre, y si no la hallaba, lloraba y chillaba hasta que ella venía. A veces venía otra mujer. Porque todos eran Tari, pero Tari ante todo era su madre.

           Tari eran también los hombres, y él los sabía poderosos y esenciales, casi tanto como su madre. Pero los hombres, incluso el hombre que estaba con su madre, eran lejanos.

           El niño de Tari se apartaba cuando ellos venían o pasaban. Él y los otros niños los veían venir, juntarse entre ellos y conversar o reunirse con las mujeres y entrar en la noche a las cabañas. Los miraban con reverencia y admiración y los seguían alborotando cuando llegaban con sus grandes presas al poblado. Pero ellos se mantenían erguidos, en lo alto, lejanos. Algunos daban miedo. Sus voces eran intimidatorias y ellos se refugiaban tras las mujeres si alguno elevaba la voz y la ira recorría su cuerpo. Pero el hombre de su madre no le daba miedo. Esperaba siempre que se fijara en él y sobre todo que lo cogiera con sus fuertes manos y lo levantara en el aire, riendo. Entonces el niño de Tari no sólo no se asustaba, sino que reía y gritaba de alegría. Y amaba a aquel hombre grande.

           Los otros niños, pasado algún tiempo, se convirtieron en compañeros y en rivales. Amigos y enemigos. Más débiles, más fuertes. Con alguno era el juego más alegre y su compañía se buscaba para andar por el poblado mirando cosas, tocándolas, chillando cuando se era perseguido. Y rodando cuando se caía. Con ellos era risa, pero a otros se rehuía. Con unos y con otros se medían fuerzas, se peleaba en juego o con mayor saña. Se medía el vigor, la fortaleza y quién era el dominante. En las luchas, cuando había dolor, ya no se iba corriendo a la madre. Ya no se lloraba, se quedaba aguantando la punzada con el amigo y dolía menos. Sólo cuando alguno de bastante mayor edad y más fuerte golpeaba demasiado, aún se acudía al refugio seguro de la madre. Pero cada vez menos e incluso a menudo buscaba más estar lejos de ella y se escabullía a sitios donde ella no pudiera verle.

           Pero ni el niño de Tari ni sus compañeros podían bajar desde la planicie sobre la roca a la tierra que se extendía bajo ella. Únicamente los muy pequeños lo hacían colgados en macutos a las espaldas de sus madres. Los que ya caminaban pero aún no se sostenían bien en carrera, como ahora él, tenían prohibido salir. Algo más mayores iban en los grupos recolectores con las mujeres y algún hombre que custodiaba la partida. Pero éstos no se alejaban nunca demasiado del poblado. Los hombres sí. El los veía bajar y marchar por las sendas hasta perderse de vista cuando los tragaba el gran bosque de robles o cuando al ir hacia el río la vegetación acababa por taparlos. Pero él no podía salir del roquedo donde, por un tiempo, hasta que sus piernas soportaran la fatiga y la carrera, quedaba al cuidado y vigilancia de algunas mujeres, algún hombre viejo y algún muchacho, al borde de ser hombre, cuando habían marchado las partidas de caza de los hombres o de recolección de plantas, frutas y raíces o captura de pequeñas presas, nidos o aves, de las mujeres.

           A esos jóvenes ya mayores era a quien más temía, más que a los hombres, el niño de Tari. Los hombres nunca golpeaban a un niño. Su voz bastaba. Pero estos muchachos guardianes tenían manos largas y duras y las de algunos en especial se complacían en el golpe a los pequeños. Había que permanecer alerta y listo para escabullirse al menor síntoma de su enfado, porque todo parecía molestarles y la mano dura caía al menor descuido acompañada siempre del grito furioso y de la risotada tras el gemido del pequeño que se dolía. El niño de Tari lanzó algún quejido las primeras veces, pero luego no quiso llorar cuando alguno de aquellos golpes malvados le alcanzaba. Se sorbía el dolor y las lágrimas para evitar la humillación añadida de la risa de quien abusaba.

           Pero aun cuando el hijo de Tari empezaba a serlo del grupo, lo era ante todo de su madre. Ella era el alimento, el refugio, el regaño, la caricia y el castigo. Era el centro de todos los círculos, cada vez más amplios, por los que el niño de Tari empezaba a caminar. Era un adiestramiento cariñoso ante el tropiezo, pero donde no faltaba tampoco el correctivo tras la falta o la desobediencia. Alguna vez los golpes de la madre habían dolido más que los de los muchachos guardianes. Aunque fueran más leves y ligeros parecían ser más duros que la pesada mano de los jovenzuelos. Pero al contrario que con ellos, al golpe no tardaba en sucederle no mucho más tarde algún consuelo.

           Los círculos del cachorro humano se ensanchaban y se llenaban de otras gentes. Y aunque ella seguía siendo la presencia casi continua, atenta y protectora, otras figuras empezaban a aparecer y a cobrar cada vez más importancia. Un día, incluso el círculo máximo hasta aquel instante —el del poblado en lo alto de la Roca, aquel afloramiento en la pequeña llanada entre la costera donde brotaba la fuente de Narejos y la de enfrente donde manaba el Chorrillo— se amplió al fin. Por vez primera el niño de Tari bajó del roquedo. Lo hizo agarrado a la mano de su madre, excitado pero en absoluto temeroso. Deseaba poder correr con sus compañeros por todos aquellos lugares que ahora pisaba y que hasta entonces sólo había podido atisbar desde lo alto. Pero debía aguantarse las ganas. No podía separarse del grupo, y en eso su madre había estado tan severa como amenazante cuando franquearon la salida, un portillo en la roca por donde apenas cabía un hombre corpulento y que estaba siempre cerrado con una empalizada protegida por fuera con los más duros espinos. Un senderillo siempre entre rocas y algún otro portillo igualmente protegido acabó por dejarlo a los pies de Tari, en el llano.

           Fue una corta salida. Nada más que para hacer acopio de agua en la fuente del Chorrillo. Pero después de ella, los horizontes del niño de Tari se abrieron y empezó a conocer el territorio de su manada, aunque comprimido a los recorridos del grupo de recolectores, mujeres, ancianos y jovencillos. Recoger comida y agua eran, junto al acarreo de la leña, las tareas en las que a partir de ahora iba a estar ocupado. Tenía que empezar él también, aunque fuera un niño, a proveer para Tari.

           La tierra era generosa en ambos casos y no tenían que alejarse demasiado. La frontera de los grupos recolectores estaba delimitada por el río, que nunca cruzaban, y la línea de fuentes en las faldas de los montes. No traspasaban el viso ni se arriesgaban aproximándose a los límites de su territorio, bien fuera hacia el saliente marcado por el monte de las Matillas ni a poniente, donde nunca llegaban, ni a la vista de un lugar, una gran cueva sobre un risco al que los hombres nombraban con respeto y cierta aprensión al que llamaban Nublares, considerado un lugar prohibido incluso para los cazadores.

           Más allá del río que entraba entre las montañas de entraña rojiza y se marchaba por entre otras blancuzcas y en cuya piel destellaban cristales de piedra que brillaban al sol, estaba la estepa, una gran planicie ondulada, que era el hogar de los grandes rebaños, pero también de los peligrosos cazadores que los acechaban. Más allá del viso de los montes achatados, hacia el sur, estaban los tupidos y espesos bosques de los llanos en alto, donde algunas mujeres jóvenes y fuertes, y nada más que en contadas ocasiones, como las de la berrea del venado, acompañaban a los hombres en sus expediciones de caza. Pero en ellas nunca participaban los cachorros pequeños.

           Aquél era el primer territorio del niño de Tari y a él le resultaba grandioso e inabarcable. Un lugar lleno de maravillas, donde los descubrimientos se sucedían a cada paso que se daba. Y los mejores de ellos eran siempre las fuentes. Se iba de una a otra, pues era en su alrededor donde más abundaba la vida, donde crecían los frutos y las bayas, donde se recogían los tubérculos y se podía hacer acopio de hierbas o de caracoles. Y donde los lazos, los cepos y las trampas para conejos y pequeños mamíferos o las redes y la liga para aves y pájaros daban siempre los mejores resultados. Para el niño de Tari, el frescor, la hierba, el olor a humedad y a las muchas flores que allí se abrían y perseveraban más que en ningún lugar, el campeo por las fuentes, y en particular por la que no tardó en ser su favorita, la del Roble y la Vid, se convirtió en el itinerario preferido y al que con más gusto y entusiasmo caminaba. El río era otro de los destinos más habituales. Allí se bajaba para recoger en sus orillas todo tipo de vegetales similares a los que se recolectaban alrededor de los manantiales de la costera, pero había otros únicos, como los berros que crecían en la propia corriente del río, o los espárragos que se enredaban entre los carrizos. Y se pescaba. Con nasas se lograban abundantes capturas de peces pequeños y medianos y en especial de cangrejos. Se ponía algún tipo de cebo, carne casi putrefacta y maloliente, en el fondo, y los cangrejos entraban pero no podían luego escapar. Los peces caían más en los anzuelos de hueso cebados con lombrices y cuyas cuerdas se hacían con crines de caballo. Pero las grandes truchas y los enormes barbos escapaban. Ésos quedaban para el arpón dentado de los cazadores, principalmente en los momentos del desove. Mujeres y niños se conformaban con abundantes capturas de cangrejos, y al niño no le importaba. Le gustaba comerlos mucho más que los insípidos peces.

           Fue el río quien le enseñó que el peligro puede surgir en cualquier recodo y cuando nada parece presagiarlo. Fue el río el que casi mató al niño de Tari.

           Había revisado con las mujeres y otros niños las cuerdas para los peces y las nasas de mimbres para los cangrejos. Iban echando las capturas, que aquel día eran bastante escasas, en un cesto trenzado con anea. Y el niño de Tari se había metido en el río intentando coger más. Había aprendido a coger cangrejos con las manos en uno de los escasos días que los hombres habían acompañado al grupo de muleros en una expedición recolectora, aunque en realidad habían bajado más para observar los cruces en los vados de las manadas de grandes herbívoros. Pero al final se habían entretenido pescando con sus arpones y capturando algún cangrejo. El hombre de su madre había llevado al niño con él y el muchacho había gozado intensamente de aquella compañía. Había seguido todo lo que él hacía con palpitante interés y le había acompañado con un pequeño cestillo para recoger allí las presas que el adulto iba extrayendo con las manos de los agujeros en las orillas. El hombre le había enfilado a sondear con las manos bajo las solapas, las plantas acuáticas, las piedras. Las dos manos en semicírculo, aferrándose a su víctima por atrás, pues el cangrejo huye dando un coletazo y navegando hacia atrás, y cazándolo con sigilo y sorpresa. El muchacho intentaba imitarle capturándolos directamente en sus propias cuevas. Era donde más fácilmente se cogían.

           Al niño de Tari le había dado miedo, al principio, el meter la mano en aquellas oquedades a ras de agua, pero la presencia del hombre se lo había hecho callar y aguantar. No tardó mucho en vencer su aprensión y en coger alguno, a pesar de que pronto aprendió que los cangrejos se defendían en sus covachas y propinaban dolorosos y cortantes picotazos con sus pinzas, que clavaban hasta hacer brotar sangre en los dedos. Descubrió asimismo que su pequeña mano era a veces más eficaz que la gran manaza del adulto, y éste, en alguna ocasión, le pidió su concurso para capturar algún bichejo que se resistía en una entrada demasiado pequeña. Claro que el hombre cogía más, porque tenía mucho más largo el brazo y llegaba mucho más hondo. Pero el muchachito se afanaba tanto y se daba tan buena maña que el hombre sonreía con orgullo ante los progresos y acabó por contagiarse en su ansia de coger más que nadie, tanto que al final acabaron por llenar el cestillo de cangrejos e incluso hacerse con un par de barbos que el hombre sorprendió en sus cuevas y agarró, tras pasarles suavemente la mano por la tripa, firmemente de las agallas para que no pudieran escurrírsele. El crío probó con alguno, pero cuando éste parecía no tener escapatoria, un coletazo del pescado y dejaba de serlo para convertirse de nuevo en pez libre en la corriente de las aguas ante la mirada apenada del frustrado captor y la risa cariñosa y alentadora de su maestro.

           El niño e incluso el hombre, aunque lo disimuló, se llevaron también algún susto cuando en vez de cangrejo o pez lo que agarraron fue una culebra. Pero el adulto tras lanzar un respingo se apresuró a asirla justo por detrás de la cabeza y levantarla en el aire tras extraerla de su madriguera, más que nada para asustar al crío que se cayó de culo y casi pierde todos los cangrejos. Menos mal que el cesto con lapa estaba sujeto con un pestillo. La culebra acabó también en él y según el hombre constituiría un auténtico manjar cuando estuviera pelada y asada en las brasas. Orgulloso, el niño de Tari llevó todo aquel botín a su madre. Vio reír al hombre con ella, y al irse, éste le acarició el pelo de la cabeza dejándolo ufano y feliz.

           Ahora el niño de Tari, con un muchachito de parecida edad que la suya, intentaba repetir lo aprendido y hacer crecer la menguada cosecha de cangrejos. Se había metido al río donde el agua era muy somera y con escasa corriente y había cruzado al otro lado donde trataba de repetir el éxito de la vez anterior, aunque en esta ocasión los resultados eran muy escasos y con mucho esfuerzo lograban ir atrapando alguno. Ambos estaban a la vista del grupo de mujeres que se habían quedado en la otra orilla haciendo brazadas de anea y cortando mimbres para cestos y nasas y les habían indicado hasta dónde podían pescar río abajo, todo un tramo de escasa profundidad que acababa en un recodo.

           El niño había obedecido, pero había terminado por llegar casi al límite de lo permitido y seguía sin conseguir apenas capturas. Todos aquellos agujeros que inspeccionaba ya lo había hecho con el hombre y era evidente que los habían esquilmado. Se le alcanzaba que donde podría encontrar más sería en aquellas covachas que no hubieran sido saqueadas.

           Así que, sin casi darse cuenta, traspasó en un momento dado el área marcada, y tras atravesar una zona donde el vado se enrabietaba un poco en pequeñas espumas, siguió por la aparentemente mansa orilla, donde, en efecto, empezó a tener mucho mejores resultados en su cacería, pues como tal estaba disfrutando sus primeras capturas en solitario.

           Había ido depurando su técnica. Se agachaba y tanteaba por debajo de la broza. Cuando en la pared descubría una cueva, metía el brazo hasta donde podía llegar y exploraba los rincones de la madriguera. El movimiento del cangrejo al retroceder lo delataba, y luego, gracias al tacto en su caparazón rugoso, lo localizaba. Había aprendido, aunque no siempre, a librarse de sus pinzas, y conseguía las más de las veces sacarlo del agujero y depositarlo en el cesto que ahora llevaba su ayudante, el otro muchacho que no se atrevía a meter la mano en las cuevas y que unos pasos más atrás permanecía en aguas más someras, pues a él ya le llegaba a veces por la cintura. Lo hacía con una sonrisa de triunfo, sintiéndose un verdadero cazador de Tari. Pasado el vado, encontraba más cangrejos, y animado por ello fue adentrándose cada vez más en el recodo. Estaba pensando en regresar porque el agua le parecía allí demasiado profunda cuando, tras un nuevo éxito, avanzó un paso más en busca de una última madriguera antes de volver. Entonces resbaló. Perdió pie y el agua lo empujó un poco más adentro. Cayó en ella y lo envolvió entero. Intentó de nuevo incorporarse y sentir el suelo, pero no lo encontró. El agua lo arrastraba a su interior. Desprevenido, además, había tragado una gran bocanada de líquido y tosía. El miedo, la angustia y la oscuridad le cercaron y le envolvieron en su tiniebla húmeda. Quiso gritar pero fue un barboteo lo que salió de su boca y tragó aún más agua. Empujado por la propia corriente, salió un momento a flote y se vio yendo en dirección a un remolino en el medio del pozo al que el agua lo había llevado. El niño chapoteó con tanta desesperación como inutilidad. Volvió a hundirse. El remolino lo engulló hacia lo más hondo de sus tripas, pero allí, en medio del pánico, hizo pie y acertó a dar una fuerte patada que le hizo emerger de nuevo y esta vez la fortuna y la corriente le sonrieron. El agua le sacaba al borde del remolino y sobre la orilla colgaban brozas y algunas zarzas. A ellas se asió a pesar de sus pinchos y allí agarrado sí que gritó con todas sus fuerzas. Pero antes que él ya lo había hecho su compañero. Su madre y las mujeres cruzaban chillando el río para acudir a rescatarlo.

           Cuando regresaron hacia Tari, con sus manos heridas por las espinas de la zarza que le había salvado, el niño cerraba los ojos y se veía en el vientre del agua, tragado por ella y rodeado de angustia y oscuridad. Pero no le cogió miedo. Después del gran susto, el hombre de su madre lo volvió a llevar al río y en un remanso tranquilo le enseñó a nadar. Aprendió a hacerlo de lado, con la cabeza siempre fuera del agua, moviendo las manos en brazadas muy cortas y dando patadas con los pies.

           Y es que el hombre de su madre, tras aquello, empezó a enseñarle muchas cosas. Comenzó a prestarle mucha atención, a enseñarle el fuego, la lanza, la honda, el venablo, el cuchillo, a saber de quién es la huella y cuál es el sonido de cada animal. Y la madre empezó a dejar de ser el centro de los círculos del niño de Tari. Y fue Tari, el grupo, alrededor de donde empezó a girar su vida.

 El ojo del hombre
 
 

           Al hombre lo huelen antes de que él asome siquiera su nariz, lo oyen mucho antes de que llegue y hasta puede que lo vean mucho antes de que él haya puesto siquiera su vista a mirar. El hombre salta poco, en la carrera casi todos los animales lo dejan atrás y carece de garras y colmillos. Su extraña manera de caminar tal vez le dé ventaja a sus ojos, pero tan sólo en el día, pues en la noche únicamente el cegato jabalí ve menos que él. Pero su fuego hace luz y su ardor lo protege.

 

           Aunque sólo en vista pueda competir y mal con las otras criaturas, por ella parece captar lo que otros no distinguen y su pupila le sirve para capturar todos los otros sentidos y hasta los sentidos de los demás para intuir su huida o su refugio y trazar mejor que nadie sus sendas, para cortar las de los otros y sorprenderles mientras comen o beben.

 

           Desde su boca sin colmillos el hombre habla a la manada y sus palabras construyen emboscadas, preparan trampas, cierran salidas y trasmiten movimiento y dirección a los pasos de otros hombres. Desde la mano sin garras empuña el cuchillo y el hacha y su brazo delgado lanza la muerte a lo lejos.

 

           Con la mano sin garras, con la boca sin colmillos, con la nariz sin olfato, cuando la manada de los hombres pasa, las otras escapan y se escabullen.